martes, 28 de diciembre de 2010

LA BELLEZA Y LA PARTICIPACIÓN EN LA CELEBRACIÓN LITÚRGICA


I.- “ACTUOSA PARTICIPATIO”. La renovación de la celebración litúrgica.-

                   La Constitución Sacrosanctum Concilium (SC) del Concilio Vaticano II presenta la Reforma litúrgica  desde una doble perspectiva:  la conservación de la “sana tradición” y el “ legítimo progreso” . La fidelidad a la sana tradición como fuente de revelación exige no perder nada sustancial de lo transmitido por la Iglesia, pero el “legítimo progreso” reclama las adaptaciones e inculturaciones exigidas por el bien pastoral de los fieles.
                   La Reforma litúrgica intenta afrontar las nuevas exigencias de la acción pastoral, con la finalidad de favorecer la formación del pueblo de Dios y su participación piadosa, activa, consciente y comunitaria en la liturgia.

                   De una liturgia romana caracterizada por la uniformidad (unicidad de la lengua y sujeción  rubrical), se ha pasado a una liturgia más cercana a la sensibilidad del hombre moderno, abierta a la adaptación y a las culturas, expresión de una Iglesia-comunión que considera la diversidad no como un elemento negativo, sino como enriquecedor de la unidad.
                   La activa y ordenada participación de los fieles en las acciones litúrgicas es fruto inmediato de la Reforma conciliar. En efecto, éstas “no  son acciones privadas, sino celebraciones de la Iglesia que es sacramento de unidad, es decir, pueblo santo congregado y ordenado bajo la dirección de los obispos” .  Esta “participación  activa”  debería sustituir progresivamente la anterior asistencia pasiva, muda y, a menudo, desinteresada de muchas asambleas litúrgicas, aunque sin confundirla con un “activismo” puramente exterior.
                   En este sentido, la Iglesia, a la vez que insiste en no perder nada de lo que Cristo le ha encomendado, está abierta a las reformas necesarias, las adaptaciones legítimas y la inculturación, que concreta el movimiento de encarnación de Cristo en las circunstancias del mundo de hoy.
                   La Reforma conciliar ha recuperado valores fundamentales para la celebración litúrgica como son: el carácter eclesial y comunitario de la liturgia; el concepto de participación de los fieles (plena, consciente y activa); la necesidad de formación; la renovación en vistas a la comprensión de los textos, los ritos y los signos; la preferencia de las celebraciones comunitarias; la mejor distribución de los ministerios; el lugar preferente de la Palabra de Dios; la lengua vernácula; las adaptaciones a las diversas necesidades; y el fomento de la pastoral litúrgica. Aunque no faltan autores que señalan también aspectos negativos, como son: la pérdida del sentido de lo sagrado y del carácter eclesial de la celebración; cierto neo-rubricismo, sin dar ninguna vida a la celebración, ni aprovechar el margen de creatividad y variedad que ofrecen los mismos libros litúrgicos.
                   Lo deseable es que, a través de las rúbricas, en realización bella y auténtica, todos nos elevemos hacia una vivencia espiritual fecunda de la liturgia de la Iglesia, sacando con gozo los tesoros de gracia, de vida divina, que en ella nos ofrece generosamente quien es el dispensador de los bienes eternos.
                   Con todo, hemos de reconocer que, a pesar de contar con principios claros y criterios objetivos, en orden a la realización de las adaptaciones necesarias y las variaciones legítimas, en la práctica aún no hemos sabido transmitir al pueblo sencillo la profunda realidad del misterio celebrado en la acción litúrgica para la vida, en formas más sencillas, adecuadas a sus instancias y dignas en su ritualidad. Frente a la sencillez y variedad de los actos piadosos-devocionales, está la condición más abstracta, menos inteligible y menos rica en sentimientos de las formas y expresiones litúrgicas.
                   “Los ritos deben resplandecer con una noble sencillez; deben ser breves, claros, evitando las repeticiones inútiles”... conservando con cuidado la sustancia, suprimiendo aquellas cosas inútiles que con el correr del tiempo se han duplicado o añadido, y restableciendo, de acuerdo con la tradición de los Padres, algunas cosas que habían desaparecido a causa del tiempo.
                   La Iglesia no sólo actúa, sino que se expresa también en la liturgia, vive de la liturgia y saca de ella las fuerzas necesarias para la vida. Y por ello, la renovación litúrgica, realizada de modo justo y conforme a las enseñanzas del Concilio, se propone “acrecentar cada vez más la vida cristiana entre los fieles, adaptar mejor a las necesidades de nuestro tiempo las instituciones que están sujetas a cambio, promover cuanto pueda contribuir a la unión de todos los que creen en Cristo y fortalecer todo lo que sirve para invitar a todos al seno de la Iglesia. Todo esto lo intentará realizar gracias a las tres líneas conductoras de la Sacrosanctum Concilium: el sumo valor de la palabra de Dios; la participación activa de los fieles durante la celebración de los divinos misterios y una más viva conciencia de unidad y universalidad de la Iglesia, aun en la diversidad y pluralidad de los ritos litúrgicos.
                   Hay que comprender y vivir la liturgia como verdadera celebración del Señor y Salvador nuestro Jesucristo, en el cual reside nuestra esperanza de salvación eterna, y como prenda de las realidades futuras preparadas para cuantos en la fe se orientan hacia Él. En efecto,“en la liturgia terrena pregustamos y participamos y tomamos parte en aquella liturgia celestial que se celebra en la ciudad santa de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos, ...mientras aguardamos al Salvador, nuestro Señor Jesucristo”.
                   La liturgia edifica “día a día a los que están dentro para ser templo santo en  el Señor y morada de Dios en el Espíritu, hasta llegar a la medida de la plenitud de la edad de Cristo”. Por eso, “es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza”.
                   En la celebración litúrgica el Espíritu recuerda y actualiza el Misterio de Cristo, hace a los creyentes dóciles a la Palabra de Dios, los capacita para el anuncio y el testimonio de aquel que los ha llamado a continuar su misión de Siervo del Padre, en orden a anunciar el evangelio a toda criatura.
                   En la acción litúrgica celebramos el Misterio Pascual de Cristo, unidos interiormente por su Espíritu. Profundizar en el Misterio no quiere decir multiplicar gestos, palabras y símbolos, sino dar contenido y vida a lo que hacemos, destacando la dignidad y belleza del lugar y de todos los elementos de la celebración, y la autenticidad de los signos.
                   En lo referente a la sagrada liturgia la Reforma ha acabado: no podemos esperar novedades ni cambios espectaculares, pero no se ha aprovechado ni asimilado totalmente la riqueza teológica, celebrativa, pastoral y espiritual de la reforma litúrgica, que para muchos es aún una gran desconocida.


         II.- “FONS ET CULMEN”. La actualidad de la celebración litúrgica.

                   La Iglesia de los creyentes no es la del pasado o la del futuro, sino la del presente, que no debe mirar hacia atrás, sino renovarse en la línea marcada por el Concilio.
                   En los últimos decenios se ha insistido, quizá excesivamente, en la exteriorización de la liturgia, afirmando la necesidad de expresar los sentimientos, de manifestar las emociones, en el intento de asignar a la liturgia un clima general de fiesta y alegría. Pero la liturgia cristiana no es la simple suma de emociones de un grupo, ni tampoco el refugio de sentimientos personales o colectivos. La liturgia es tiempo y espacio para interiorizar las palabras que se escuchan y los sonidos que se oyen en ella, para apropiarse de los gestos que se cumplen, para asimilar los textos que se recitan y cantan, para dejarse penetrar por las imágenes que se observan y los perfumes que se huelen.
                   La liturgia, escribe  Romano Guardini, no tiene objeto, no tiene una finalidad práctica o utilitaria, se apoya y tiene su razón de ser en sí misma. Su fundamento y razón de ser es Dios y no el hombre. La liturgia mira a Dios, es contemplación de su gloria. Por eso, el único objeto de celebración es el Misterio, es Dios mismo.
                   La pérdida del carácter festivo en la Iglesia se halla en que en la liturgia prevalece lo pragmático y útil por encima de lo absolutamente gratuito. Nuestras celebraciones carecen, a menudo, de gratuidad.
                   La liturgia al celebrar el Misterio Pascual de Cristo, la salvación de Dios en nuestra vida, necesita de un lenguaje sacramental, es decir, visible, sensible, gestual y ritual; en una palabra, un lenguaje de todo el hombre.
                   En la liturgia es necesario prodigar el tiempo con Dios, aprender a sentirnos dichosos con sólo estar entretenidos en su presencia, eliminando medir y calcular las palabras, movimientos y objetos. El sentido de la liturgia “es saberse situar ante Dios, es fijar nuestros ojos absortos en la contemplación de los esplendores de Dios, es vivir dentro del mundo de verdades, fenómenos, misterios y símbolos, pensando que el vivir la vida de Dios, es vivir real y profundamente la nuestra propia. Este lugar es donde se comunica el Misterio, donde se nos comunica Dios y donde se realiza la liturgia.
                  
                   Uno de los retos de la pastoral litúrgica será encontrar una liturgia que sea tiempo meditativo de acogida e interiorización de la Palabra de Dios, escuchada, meditada y orada. Una liturgia que sea espacio orante en el cual se pueda dar una auténtica experiencia de encuentro y reconciliación con Dios y donde cada creyente vaya siendo progresivamente modelado por el misterio que se celebra y la fe que se confiesa.
                   La liturgia actual debe ser verdadera, sólidamente enraizada en la Tradición y plenamente fiel a las directrices de la Sacrosanctum Concilium y al mismo tiempo cercana a las situaciones reales de cada asamblea. Las diferentes tradiciones y raíces culturales, la extraordinaria variedad de lenguas y de lenguajes -verbales y no verbales-, la distinta concepción del tiempo y de la corporeidad, la diversa sensibilidad hacia las valencias simbólicas, no deben obviar una liturgia centrada en el Misterio Pascual de Cristo y proyectada hacia la Parusía gloriosa del Salvador, que se inclina hacia el dolor del hombre contemporáneo y tiende a dar una respuesta a sus legítimas aspiraciones.
                   Pero la liturgia va más allá de lo puramente ceremonial: es celebración del encuentro con el Misterio Pascual de Cristo y con los hermanos que nos ayudan a compartir a Cristo, en una vivencia cristiana cargada de fe y caridad, en la esperanza de que podemos y debemos hacer un mundo mejor y más humano.
                   Algunas voces critican la situación presente de la liturgia en el sentido de que se ha perdido aquella dimensión de misterio, del culto como acto contemplativo, básicamente de adoración. Es una crítica en la línea de que la participación, los cantos, la adaptación, incluso la familiaridad que han adoptado las celebraciones litúrgicas, les  habrían hecho perder su esencia, su naturaleza de acto de culto sagrado. Se dan en la actualidad, según algunos, unas celebraciones carentes de misterio y sobrecargadas de exterioridades.
                   Nuestras celebraciones adolecen de un excesivo verbalismo, donde todo se explica por la palabra a través de moniciones. Se ha afirmado, no pocas veces, que la reforma litúrgica ha sido la causante de la pérdida del sentido del misterio en las celebraciones. Pero no podemos olvidar que la celebración litúrgica siempre celebra el Misterio de Cristo. La cuestión radica en si la asamblea participa de ese misterio cuando se celebra o si se ha puesto más atención en los aspectos secundarios de la celebración, dándoles tanta relevancia que han oscurecido lo fundamental.
                   Sin duda la Reforma litúrgica del Concilio Vaticano II ha tenido grandes ventajas en orden a una participación más consciente, activa y fructuosa de los fieles en la celebración litúrgica, pero no faltan sombras. Los abusos, a veces graves, contra la naturaleza misma de la liturgia, la tradición y la autoridad de la Iglesia, que en nuestros tiempos dañan las celebraciones litúrgicas en diversos grupos y ámbitos eclesiales, y ciertos experimentos que se han podido hacer en nombre de la adaptación olvidan que las celebraciones no son acciones privadas sino de la Iglesia y que por lo tanto deben ceñirse a la disciplina establecida por la misma. No se trata de innovar por innovar, o de improvisar por improvisar, pues existe el peligro de debilitar la dignidad del culto, por las “originalidades” que desvían la atención de lo fundamental. Se ha de abogar por  una celebración viva, que comunique vida, para que, en verdad, sea cumbre y fuente de toda la vida eclesial.
                   Siempre tenemos que estar vigilantes, porque nadie es perfecto y todos podemos equivocarnos en el esfuerzo pastoral por hacer una liturgia más adaptada y comprensible en el espíritu de la reforma conciliar. Se han podido cometer errores, creo que sin mala voluntad y que además se han ido corrigiendo, y con la mejor de las intenciones hemos podido traicionar el sentido y el espíritu de la celebración litúrgica. Nos debe preocupar, sobre todo, el peligro de perder el sentido de lo sagrado y de la parte contemplativa y de oración que comporta la liturgia.
                   En una sociedad tan activista, materialista y racional como la nuestra, cuesta educar en el silencio, en la contemplación, en la reflexión, en la oración; es difícil entrar en el misterio de nuestra fe, que es una dimensión imprescindible de nuestras celebraciones.
                   Hay que celebrar bien, hay que mantener el sentido de las celebraciones, ya que la liturgia es de la Iglesia y no puede estar sometida al criterio de cada celebrante o de cada comunidad. La celebración litúrgica es un tesoro que hemos heredado y que hay que conservar con respeto, dignidad e incluso sacralidad.               
                   La liturgia es el corazón de la vida de la Iglesia, pues en ella se celebra el contenido fundamental de lo que creemos y de los que vivimos los cristianos (“lex orandi, lex credendi”); es el culmen y la fuente de toda la vida cristiana.
                   Evidentemente con natural prudencia, pero con creatividad, debemos trabajar por una liturgia que, adaptada a las circunstancias pastorales de cada tiempo y lugar, facilite una participación más activa y fructuosa por parte de los fieles. Una liturgia que comunique, que aporte, que sirva, que exprese y transmita vida, vida cristiana auténtica. Es decir, unas celebraciones que sean realmente “la cumbre” de la vida de cada cristiano y cada comunidad, que llevan a la celebración sus gozos y esperanzas; que sea “el centro” de toda su vida personal y comunitaria, y a la vez sea “la fuente” para volver renovados a la vida.
                   Todo ello debe marcar notablemente el tono y el estilo de cada celebración, más que las formas concretas, que evidentemente seguirán siendo las de la Iglesia. Unas celebraciones que resulten atractivas, no por lo que en ellas se hace, sino por la vida que contagian, y que por lo tanto se convierten en estímulo de vida cristiana para la comunidad y en un referente, e incluso un interrogante, para el entorno social secularizado. La celebración litúrgica está llamada a ser el núcleo de esa vida cristiana diferente, auténtica, profunda y evangelizadora, que todos deseamos. La celebración de una Iglesia que vive y comunica la fe cristiana al mundo y a los hombres de hoy.
                   Unas celebraciones vivas que inviten y ayuden a una sintonía profunda con lo que se celebra, es decir, que ayuden a entrar en comunicación con Cristo y su Misterio Pascual. No preocupados por un ritualismo estático, sino teniendo en cuenta una participación activa y consciente de toda la comunidad, en base a su sacerdocio bautismal. Unas celebraciones litúrgicas que sean festivas y auténticamente pascuales, porque celebran la Pascua de Cristo, que es el corazón  no sólo de todo culto, sino de toda la vida cristiana.
        
         III.- “NOBILIS PULCHRITUDO”.- La Belleza en la liturgia.
                  
                   Al inicio del Tercer Milenio es necesario dar imagen de una Iglesia que celebra, ora y vive el Misterio de Cristo en la belleza y dignidad de la celebración. Belleza que no sólo es formalismo estético, sino fundada en la “noble  simplicidad” capaz de manifestar la relación entre lo humano y lo divino en la liturgia. La belleza debe dejar transparentar la presencia de Cristo en el centro de la liturgia, lo cual será más evidente cuanta más contemplación, adoración, gratitud y acción de gracias se perciba en las celebraciones litúrgicas.
                   La belleza y el decoro “no forman parte de unos añadidos artificiales y fácilmente abarrocados en el sentido peyorativo de la palabra, sino que son realmente el esplendor de la verdad de lo que tenemos entre manos” .               
         No sólo el lugar, sino también la acción  o el gesto, la postura, el movimiento y los hábitos deben manifestar armonía y belleza. El gesto litúrgico está llamado a expresar belleza porque es gesto del mismo Cristo. La liturgia debe ser, gracias también a la belleza, fuente y culmen, escuela y norma de vida cristiana.
                   La liturgia ha de ser para nosotros la columna de fuego del Espíritu que renueve continuamente el corazón de la Iglesia en su éxodo hacía el reino y lo colme de belleza siempre nueva, de alegría y esperanza.
                   La alegría de la comunidad cristiana es la victoria sobre el pesimismo y la tristeza de la muerte. Y es una verdadera pena que nuestras reuniones litúrgicas hayan perdido la alegría en aras de una convencional seriedad ritual. La alegría cristiana es una sana y serena expresión de una profunda paz interior. “La paz esté con vosotros”, resuena en cada celebración litúrgica como saludo de Jesús en aquellos encuentros pascuales que nos relata el evangelista Juan.
                   La alegría es el signo de la presencia de Cristo resucitado. La vida de fe “lleva al hombre a celebrar a Dios y a hacer fiesta. Pero una fiesta que no busca utilidad, ya que el origen de ésta es la vida divina misma: es el amor del Padre al Hijo el que produce fiesta y gozo. Por eso, la liturgia cristiana es entrar en esa fiesta de amor de la Trinidad siendo la fiesta cristiana procedencia de Dios, y no de este mundo”. Los cristianos, seguramente, no estamos muy convencidos de ello o no lo hemos comprendido del todo, a juzgar por nuestras actitudes y conductas.
                   En la actualidad todos pudiéramos preguntarnos qué podemos hacer para devolverle este clima de alegría a la comunidad, no sólo fuera del templo, sino también dentro de él; cada celebración litúrgica debiera ser gozada por la comunidad y el gozo de cada uno compartido con el otro. Para esto necesitamos crear un clima de mayor sencillez y espontaneidad, de modo que cada día festejemos la alegría de haber vivido un tiempo de amor y servicio a los hermanos.
                   Una celebración litúrgica, por ejemplo, en la que sólo participa el sacerdote mientras el pueblo se contenta con ver y escuchar nunca podrá ser vivida con alegría. La alegría de la Pascua  no es una explosión de risas y ruidos, sino el gozo de compartir en una actitud constante de servicio a los demás, por lo que nunca puede ser confundida con la superficialidad o la chabacanería.
                   A veces, lo que pasa entre nosotros es que, quizá, hemos hecho de Cristo una propiedad privada. Cristo es algo “mío” -pensamos- y, al cabo de cierto tiempo, todo lo que es mío es mi Cristo. O dicho con otras palabras, lo importante son nuestras posesiones privadas, llegando incluso a transformar toda celebración litúrgica en una propiedad privada: nos da lo mismo, muchas veces, que estemos solos o acompañados, con tal de que haya un sacerdote que nos celebre según nuestra particular intención. Este individualismo religioso, heredado de los últimos siglos, ha calado mucho más hondo de lo que nosotros imaginamos en nuestras comunidades.
                   La liturgia en su noble sencillez, debe ser hermosa, digna del Dios de la gloria al cual está dirigida, y digna de los santos misterios que celebra. La belleza de toda celebración litúrgica no deberá depender de la belleza arquitectónica, de las imágenes, de las decoraciones, de los cantos, de las vestiduras sagradas, de la coreografía y de los colores, sino que debe depender, en primer lugar, de su capacidad de dejar trasparentar
el gesto de amor cumplido por Jesús. Mediante los gestos, las palabras y las oraciones de la liturgia, debemos reproducir y dejar traslucir los gestos, la oración y la palabra del Señor.
                   El estilo litúrgico debe ser simple y austero. En la celebración debemos ser maestros del arte de la “noble sencillez”. La belleza cristiana no es un dato, sino un acontecimiento de amor que narra siempre de nuevo en la historia, de manera creativa y poética, la locura y la belleza trágica del amor con el que Dios nos ha amado dándonos a su Hijo Jesucristo.
                   La Iglesia, en su liturgia, se sirve de la belleza de los signos, como los iconos o los elementos de la creación. La belleza en la liturgia es, pues, ante todo, la belleza de la simplicidad, del amor del gesto de Cristo; pero es también, la belleza de nuestros gestos y la belleza propia de los signos y de los elementos de la creación que la liturgia pone en orden y en armonía, en el espacio y en el tiempo. La belleza de la liturgia es algo que nos supera: es una belleza que se manifiesta inmediatamente no tanto a través de los gestos, signos o elementos materiales, sino, sobre todo, la que estos dejan trasparentar. Es una belleza que se transparenta, más que una belleza que se ve.
                   La belleza litúrgica nos exige siempre una renuncia a la banalidad, a la fantasía y al capricho. Además, es necesario darle el tiempo y el espacio que necesita la liturgia. No hay que tener prisa: es necesario dejar a Dios la libertad de hablarnos y de reunirnos a través de la palabra, la oración, los gestos, la música, el canto, la luz, el incienso o los perfumes. La liturgia tiene necesidad de espacio, de tiempo y de silencio, de tomar distancia de nosotros mismos, para que la palabra, los gestos y los signos, puedan hablarnos de Dios.
                   La liturgia requiere la colaboración de nuestros sentidos: la vista, el oído,
el olfato, el tacto. Recurre a la aportación de las imágenes, de la música, del canto, de la luz, de las flores, de los colores; tiene necesidad de los elementos de la creación: el vino, el agua, el pan, el aceite, la sal, el fuego, las cenizas, etc. La liturgia parece, por tanto, querer reunir toda la creación y hacer propia la belleza diseminada por el mundo. Cristo es el Sumo Pontífice de una liturgia que se proyecta sobre todo cuanto existe.
                   Los objetos y las vestiduras sagradas son importantes porque a través del lenguaje litúrgico siguen hablando de la fe, vivida de forma diversa en la sucesión del tiempo, pero siempre viva en la comunidad de los creyentes y continuamente confirmada por la correspondiente autoridad eclesiástica.
                   La reforma litúrgica  pretende  ayudar al pueblo cristiano a comprender mejor el sentido de la celebración y a participar en ella de modo pleno, activo y comunitario. La liturgia, como celebración del misterio de Cristo y de la Iglesia, “per signa sensibilia” y “per ritus et preces”, manifiesta la diversidad de los ministerios de los que está compuesta la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo. Esto nos permite descubrir la importancia de la comunicación en la liturgia de los signos y gestos, denominados, generalmente, como lenguaje “no verbal”.
                   Los gestos en la liturgia son importantes porque son gestos de Cristo. En la celebración litúrgica y en los gestos concretos que ella requiere, la Iglesia no hace más que prolongar y actualizar los gestos del Señor Jesús. Los gestos litúrgicos son bellos y estéticos por sí mismos, en cuanto gestos de Jesús, antes incluso de la belleza accesoria y secundaria que nosotros podemos añadir.
                   Los mismos presbíteros y animadores litúrgicos deben abstenerse de iniciativas que estén en contra del auténtico espíritu de la liturgia, que impiden al pueblo de Dios llenarse de los tesoros del manantial de la liturgia, y no estén conformes con las directrices de la reforma conciliar o son fruto de una equivocada interpretación del Concilio. Todo ello, sin excluir una prudente creatividad realizada con fidelidad a los textos conciliares, bajo la guía y con la vigilante atención de las autoridades eclesiásticas competentes: esto lo atestigua el espacio dejado en los textos litúrgicos para las adaptaciones motivadas por razones pastorales o por la necesaria adecuación a las diversas situaciones y culturas, en las cuales se celebra la liturgia.
                   Hay que evitar siempre el peligro de asumir iniciativas o posturas que no proceden de una verdadera conciencia litúrgica ni conducen a ella. En ocasiones se tiene la sensación de que no se está haciendo todo lo suficiente para transmitir a los fieles el sentido auténtico de la liturgia. Los mismos presbíteros, primeros animadores litúrgicos de sus comunidades, tal vez no ponen el suficiente empeño para cumplir con esta fundamental tarea de su ministerio.
                   “No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros”. Debemos entender las palabras del Señor con alegría y gratitud. Es Dios mismo quien elige y su llamada es siempre inmerecida e inesperada. Estamos llamados a cooperar con su providencia, y a emplear el poderoso instrumento que ha puesto en nuestras manos: la oración. Una oración constante, inquebrantable y llena de confianza.
                   El presbítero debe evitar toda forma de protagonismo. Modelado por el auténtico espíritu de la liturgia, presidirá la sinaxis “como el que sirve”, a imagen de Aquel de quien es pobre signo. La calidad de la presidencia litúrgica irá más allá de un simple arte de presidir, para convertirse en principio de comunión.
                   “Los presbíteros... en virtud del sacramento del orden, han sido consagrados como verdaderos sacerdotes del Nuevo Testamento, a imagen de Cristo, sumo y eterno Sacerdote, para predicar el Evangelio y apacentar a los fieles y para celebrar el culto divino. Participando, en el grado propio de su ministerio, del oficio de Cristo, único Mediador, anuncian a todos la divina palabra. Pero su oficio sagrado lo ejercitan, sobre todo, en el culto o asamblea eucarística, donde, obrando en nombre de Cristo y proclamando su ministerio, unen las oraciones de los fieles al sacrificio de su Cabeza y representan y aplican en el sacrificio de la Misa, hasta la venida del Señor, el único sacrificio del Nuevo Testamento, a saber: el de Cristo, que se ofrece a sí mismo al Padre, una vez por todas, como hostia inmaculada”.
                   Los ministerios y oficios relacionados con el rito litúrgico no tienen la función de gratificar a quienes lo desarrollan, como puede sugerirse de una idea inapropiada de participación activa de los fieles, que, a veces, puede llegar a ser meramente superficial. Sino que su acción esencial tiene como finalidad asegurar a toda la asamblea la belleza y la dignidad objetiva de la celebración.  
                   “En las Iglesias -escribe San Ireneo- no dirán cosas distintas los que son buenos oradores, entre los dirigentes de la comunidad (pues nadie está por encima del Maestro), ni la escasa oratoria de otros debilitará la fuerza de la tradición, pues siendo la fe una y la misma, ni la amplía el que habla mucho ni la disminuye el que habla poco.
                   Urge la necesidad de superar todo dualismo entre el “ars celebrandi” (entendido como el modo de hacer de la liturgia un momento alto y expresivo del culto total, por medio de las palabras, las oraciones y los gestos), y la “actuosa participatio”. La participación consciente, activa y fructuosa del pueblo de Dios, coincide, de hecho, con la adecuada celebración de los santos misterios.

Ángel Foncuberta Díaz
Contribución publicada en AA.VV, Ars Celebrandi. El arte de celebrar el misterio de Cristo, Madrid, 2008, 147-158.

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